A primera vista, las pinturas de Ángela de la Cruz (A Coruña, 1965) parecen haber sido destrozadas o abusadas deliberadamente. Bastidores deformados, lienzos torcidos y colgados de manera irregular evocan una sensación de violencia controlada, como trofeos de una transformación intencionada. Su trabajo, imperturbable y con un toque de humor negro, expresa una emotividad visceral que desafía las normas pictóricas tradicionales. Las escenas transmiten la sensación de que una violencia frenética acaba de ocurrir, dejando una extraña calma, paradójicamente amenazante e inevitable.