16 marzo 2022

«Para saber hay que imaginar»; imágenes que nos hablan de guerra

de

Vídeo de una explosión en Ucrania publicado en TikTok el día del estallido de la guerra (24.2.2022).

Desde cuando existen las redes sociales, es la primera vez que una guerra tiene una cobertura mediática de esta magnitud. Desde muchos medios internacionales se están difundiendo imágenes en tiempo real de la destrucción y de la violencia contra la población civil ucraniana: gente que huye bajo las bombas; refugiados en búnkers subterráneos improvisados; gritos de ayuda frente al exterminio masivo.

Las personas usan las redes sociales para comunicarse con el resto del mundo: incluso el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky ha hecho de sus perfiles la herramienta elegida para dirigirse a su población, a la Federación Rusa y al resto de Europa y Países de la OTAN. Mientras tanto, TikTok es el vehículo elegido por la generación más joven para compartir lo que está sucediendo.

Estos contenidos desvelan el terror pero también el rostro de una Rusia beligerante, anacrónica, consumida por las manías expansionistas del régimen. Desvelan también el deseo de rebelión de muchas personas de nacionalidad rusa, encarceladas y silenciadas. Las imágenes validan también la existencia de este conflicto en nuestras vidas, en nuestra patinada cotidianidad occidental, lo hacen existir en las acciones y en el discurso internacional como nunca antes en un tiempo tan acelerado.

El éxodo de ucranianos no tiene precedentes en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Ucrania está bajo asedio. Lo vemos: la guerra es real. Las imágenes que se ofrecen a nuestra mirada hacen que lo que representan sea existente, real, tangible, cercano. Las bombas caen y lo podemos ver gracias a los muchos testimonios que llegan de los reporteros internacionales que han viajado a Ucrania, gracias a las imágenes compartidas en las redes sociales. Un jaque mate en las centrales nucleares sometería a la población de toda Europa a un flagelo biológico y medioambiental –que se sumaría a los que ya están en marcha–, mientras se habla de paz armada.

Las imágenes parecen tener voz, recordar, movilizar. En las últimas semanas, reivindican su valor documental y vuelven a gritar. No sucedía desde la difusión de la noticia del pequeño Alan Kurdi en 2015 –niño sirio de tan solo 3 años encontrado muerto en las playas de Turquía tras haber intentado cruzar el mar con su familia– que una imagen tuviera una repercusión internacional tan amplia y generalizada. En esos años, el gobierno alemán de Angela Merkel lanzó el mayor programa de integración en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, acogiendo a más de 1 millón de refugiados sirios. Fue una señal importante, pero no suficiente para contrarrestar la crisis: ningún otro país europeo asumió esa misma responsabilidad.

Durante las dos guerras del Golfo (iniciadas en 1990 y 2003, respectivamente) participamos del horror a través de las imágenes producidas por la prensa occidental –por la estadounidense sobretodo. La era de las redes sociales aún no había empezado: las nuevas «bombas capaces de ver» puestas en marcha en ese momento (equipadas con las primeras cámaras hipertecnológicas) controlaban en gran medida las imágenes difundidas y, por tanto, nuestra opinión sobre el papel de Estados Unidos en la guerra. De hecho, nos mostraron una parte bien seleccionada de la realidad, para convencernos de que nunca se tiraron bombas sobre civiles. Esto fue suficiente para que Europa no activara ningún tipo de boicot o sanción.

Sin embargo, durante la reciente guerra en Siria, el escenario fue diferente: las redes sociales ya existían, pero estaban sujetas a la censura del régimen de control sirio, que siempre ha tratado de obstaculizar cualquier libertad de expresión. No sabíamos lo que estaba pasando, excepto en casos excepcionales. Uno de ellos fue The Emergency Cinema [el cine de la emergencia] fundado por Abounaddara, colectivo artístico sirio con sede en Damasco y autor de un vasto archivo de vídeos grabados en Siria para denunciar la guerra en las redes sociales. Pero este conflicto nunca despertó mucho el interés de la mirada occidental: siempre fue mirado de reojo y es por ello que casi no existió en nuestras vidas.

Sin embargo, el tribunal alemán de Koblenz condenó recientemente al coronel sirio Anwar Raslan a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, y esto fue gracias a los testigos y a Caesar, un poderoso archivo de imágenes creadas en secreto dentro de las prisiones y los campos de tortura sirios: las imágenes –documentos visuales de horror y de aristas de una realidad inimaginable parecida al infierno nazi– jugaron un papel decisivo en la sentencia, pero casi nada se difundió y por tanto la noticia pasó desapercibida.

El ejercicio de formas de control puede distorsionar profundamente la percepción de la realidad, y se vuelve particularmente peligroso cuando se utiliza a nivel geopolítico y se convierte en la estrategia de un régimen o en una arma de propaganda. Así que a veces «para saber hay que imaginar» –como escribió Georges Didi-Huberman en Imágenes pese a todo (2003)–, es decir, saber mirar más allá de lo visible, más allá de las imágenes que se nos dan, incluso cuando pensamos que no hay nada que ver.

El vuelo de un misil en Ucrania, en un vídeo publicado en TikTok. Fuente: exibart.com

¿Por qué las guerras del siglo XXI no han encontrado el mismo activismo, la misma atención y adhesión que la guerra entre Ucrania y Rusia, por parte de Occidente y de la Comunidad Europea? ¿Por qué no han despertado el mismo deseo de acogida? ¿Por qué las personas que huyen de otros conflictos no son reconocidas ni acogidas como refugiados con tanta facilidad? ¿Por qué aquellos que cruzan el Mediterráneo para escapar del horror y el hambre son enviados de regreso a los campos de detención en Libia? ¿Por qué la guerra china contra los uigures, encerrados en campos de reeducación y tortura, parece no interesarle a Occidente?

Y podríamos decir lo mismo para Corea del Norte –con sus campos de concentración–, Estados Unidos –con sus áreas de detención (Guantánamo en primera línea, y las que fueron construidas más tarde para detener a los inmigrantes de Latinoamérica), o Turquía –que lleva décadas tirando bombas sobre la población kurda, etc. Una lista atroz que podría no acabar nunca.

Quizás sea porque este ataque –el ataque ruso a Ucrania–, está pasando en las puertas de Europa y nos afecta más de cerca. Aquí mismo, a dos horas en avión de nosotros, en la frontera de una geografía continental que ha construido su fortaleza de paz y democracia. Pero sería reduccionista considerar solamente la cuestión de la proximidad geográfica. Será también entonces que este conflicto esté barajando las cartas de la economía internacional y la redistribución energética, aspecto decisivo en nuestras vidas. Pero, en otras ocasiones parecidas, no ha habido la movilización que se manifiesta hoy en día.

La cercanía más poderosa sea quizás aquella que otorgamos a la mirada, aquella que ofrecen las imágenes que denuncian el horror, que nos asustan demandando «¡resistencia!», que hacen que un acontecimiento exista, sea tangible, presente, omnipresente. Por primera vez en la era de las redes sociales estalla una guerra en un país democrático en la periferia de Europa, donde no hay dictadura, donde se intenta proteger la democracia y donde sobrevive la libertad de expresión. Aquí entonces es que la gente difunde, los adultos cuentan, los jóvenes publican, los periodistas siguen, la guerra está en el aire, se difunde en línea y podemos verla y conocerla.

Entonces surge la pregunta: ¿debe haber imágenes para que algo inconcebible e inimaginable pueda ser reconocido como tal? ¿Debe haber evidencia visual para impulsar nuestra acción?