La historia cuenta de un tal Ned Ludd –trabajador británico originario del pueblo de Anstey–, que, en un arranque de furia, rompió dos tejedoras mecánicas. Aún no se ha encontrado prueba de su real existencia pero, como reportó el Nottingham Review en 1811, Ned se convirtió en unos de los símbolos del movimiento ludista, de oposición a toda forma de tecnología durante la revolución industrial de principios de siglo XIX. Como el, en esa época habían varios obreros saboteadores de telares y demás maquinas industriales, consideradas la causa de la explotación entre el proletariado urbano español.
Hoy día se cuenta una historia parecida, la del joven programador australiano Geoffrey Huntley – aunque no queda claro si, en su caso, el gesto fue impulsado por un ímpetu de pasión o por una real sed de justicia. Huntley decidió cargar en su sitio web The NFT Bay un archivo de 17 TB con miles de imágenes NFT, incluidas algunas de las colecciones de arte generativo más prestigiosas: CryptoPunks, Bored Ape Yacht Club, Lazy Lions, entre otras. NFT Bay fue creado a través de la conocida plataforma sueca de file-sharing The Pirate Bay (TPB), nacida en 2003 para fomentar el intercambio de archivos y que continúa distribuyendo películas, videojuegos y música con derechos de autor.
Aunque no podamos comprobar que las razones detrás de los dos acontecimientos fueran las mismas, parece unirlas la voluntad de detener la difusión de un nuevo tipo de tecnología que, como dijo el programador australiano, está acabando con el mundo en que vivimos.
«Los NFTs no son más que hipervínculos a imágenes generalmente alojadas en Google Drive u otros servidores web. Con un click derecho, todo el mundo puede guardar estas imágenes que, de hecho, no están incluidas en los contratos» explicó Huntley. Un NFT, un token no fungible, es una secuencia de bits registrada en una cadena de bloques y representa un derecho de propiedad sobre un contenido digital, que no se puede duplicar gracias a la criptografía.
Alguien habló de un delito, de un robo de bienes; pero, técnicamente, en el caso de Huntley se trata de «una recopilación de información» fácilmente recuperable con unas cuantas búsquedas en Google. En resumen, se necesita mucha paciencia y un disco duro con mucha capacidad. Una acción que bordea el situacionismo digital -al estilo de Ned Ludd o Robin Hood–, operada en un intento de descifrar, mas perceptivamente que económicamente, esta forma obscura e invasora que son los NFTs. Pero: ¿con qué resultados?
En 2020, la facturación de NFT rondó los 400 millones de dólares, alcanzando los 2.500 millones en 2021. Pocos si comparados con los 65.000 millones de dólares del mercado oficial del arte, pero con mayores niveles de crecimiento (y un interés muy vivo por parte de las galerías blue chip, como la súper poderosa Pace.) Para Claudia Cimaglia, cofundadora de Aesthetes, empresa que crea vínculos entre obras en real life y blockchain, «no debemos confundir la macro tendencia vinculada a la innovación de los NFT como herramienta de certificación, con el hype hacia los NFT vinculados a las obras digitales. En los últimos años hemos asistido a un exceso de euforia». Pero es difícil mantener los pies en la tierra, cuando Mike Winkelmann –también conocido como Beeple–, recauda poco menos de $104 millones con tres NFT (Everydays – The First 5000 Days, Human One y Crossroads).
«Hemos destruido el mundo a causa de esto?» pregunta Huntley, hablando de su sitio The NFT Bay. La idea no es tanto violar el principio de propiedad como cuestionar toda la arquitectura conceptual de los NFT. Pero en el fondo el asunto es otro. La reacción del programador australiano parte de la suposición (anacrónica) de que el arte sea visual, estímulo de la emoción sensible, por lo tanto estética. Si sigue siendo difícil emocionarse delante de los famosos animales digitales hechos de bits autogenerados por algoritmos, es necesario recordar las palabras del filósofo Martín Heidegger: «La obra (de verdad) no actúa por iniciativa del artista sino a través del artista».
Ahora estamos inmersos en los mundos multidimensionales de las interacciones en línea, en las redes sociales, en el metaverso, en las islas de los juegos en línea, en los mercados financieros, en la infoesfera y en el entretenimiento global. Realidades que se expanden cada día, que producen cambios materiales y sociales, a pesar de nosotros mismos.
Si con Internet 3.0 (IA, algoritmos, protección de datos, indexación) se ha desvanecido definitivamente la idea de una red de Internet fluida, abierta, horizontal y para todos –que data de principios de los 2000–, con los NFT se intenta solucionar un problema que venimos arrastrando desde principio de siglo XX: superar el límite de la reproducibilidad técnica de la obra de arte descrita por Walter Benjamin en 1936, en un intento de recuperar ese aura de singularidad sustancial.
Pero una singularidad contractual, certificable a través de la tecnología blockchain. Esto determina un cambio de paradigma antropológico, mas que estético y artístico. Si para Benjamin el arte en su reproducibilidad podía ser explotado por regímenes dictatoriales para producir formas de dependencia/influencia en sociedades de masas, entonces ¿quien es el público o el usuario “reproducido” por estas nuevas formas de expresión? Si por un lado es extremadamente fácil ridiculizar monos, criptopunks y leones auto-generados, es más complicado negar la función de gate-keepers de estos productos hacia nuevas formas de interacción estética, social y económica.
Los NFT son como «ideas para una conversación», sugiere el filósofo del arte Roberto Casati en su teoría meta-cognitiva sobre contenido digital no fungible. Y producen formas de comunicación situadas en múltiples niveles y múltiples dimensiones. Metaversos video-lúdicos como Decentraland y Sandbox (paquetes, artículos digitales únicos, trajes, sombreros, ropa, armas, apreciación de tierras o palacios y estructuras en forma de NFT); plataformas como Art Blocks, utilizadas por artistas que trabajan con el arte generativo y que explotan algoritmos con los que pueden «acuñar iteraciones» entre obras y usuarios. Pero también estructuras en el mundo «real», desde la ciudad de Seúl hasta una mega villa en Miami, pasando por el Museo NFT de Seattle, el primero en ser dedicado exclusivamente a los NFT. En definitiva, mundos en expansión.
Y en el medio de todo esto, existen coleccionistas asiduos, pero también entusiastas del arte digital clásico, en búsqueda de un reconocimiento social y económico, de un estatus con el que entrar en contacto con las comunidades organizadas en torno al Crypto Art. Lo importante es poseer un trozo de blockchain, acumular tokens de múltiples trabajos, ser miembros activos de obras NFT, que se convierten en verdaderos centros de gobernanza, de comunidades virtuales formadas por contactos, cabildeos y relaciones de nivel. Aquí, comunicación, blockchain, certificabilidad de la obra e identidad colapsan en un único conglomerado de sentido, funcionamiento y fungibilidad. Protegidos por los sistemas oficiales de gestión del mercado del arte (galerías, museos, fundaciones, entidades públicas) pero, inevitablemente, enredados en un sistema aún más simbiótico, que responde a lógicas y flujos globales, comunicacionales y financieros, más que artísticos o estéticos. Ya no hay un “afuera” (con toda la dependencia, alienación, baja creatividad y actitud de riesgo que puede resultar de esto).
No hay derecho a la «pereza» reclamada por Ned Ludd aquí. Y qué empalagoso parece el intento de Huntley de retirar imágenes, formas y materia de un sistema que ahora lo envuelve y aplasta masivamente, por lo que debemos asumir crisis especulativas, ajustes, rebotes de este mismo sistema.
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