Desde el 17 de febrero y hasta el 30 de abril de 2023, se puede visitar en el Bòlit – Centre d’Art Contemporani de Girona la exposición colectiva Mi cuerpo conoce cantos inauditos, la carne dice ver, soy carne espaciosa que canta. Bajo el co-comisariado de Ingrid Guardiola y Marta Segarra, la propuesta propone una reflexión sobre la relación entre género, anormalidad y cuerpo, reuniendo a un conjunto de artistas procedentes de distintas disciplinas: Hélène Cixous (Argelia, 1937), Laia Estruch (Barcelona, 1981), Forugh Farrokhzad (Teherán, 1935-1967), Maria Isern (Vic, 1994), Marina Núñez (Palencia, 1966), Txe Roimeser (Girona, 1991), Jara Rocha (Castilla, 1984), Femke Snelting (Utrecht, 1969) y Mireia Trias (Cataluña).
Tomando como punto de partida La risa de la Medusa: ensayos sobre la escritura –texto escrito por Hélène Cixous en 1975 y entre los mas citados en la crítica feminista–, la exposición es un «canto coral sobre las posibilidades vitales y creativas de los cuerpos, (…) donde lo que se prioriza no es tanto la pregunta de ‘quién soy yo’, sino ‘en qué me convierto’». De esta manera, las obras que componen el recorrido expositivo –que se despliega en el centro del Bòlit_PouRodó y en la sede del Bòlit_SanNicolau–, abordan cuestiones que tienen que ver con los cuerpos trans, el body shaming, las dismórfias, la alteridad, la cosificación, la mujer robot, el abyecto, la voz, el cuerpo escritural, el deseo, el amor, la carne, la animalidad, la bestialización, el racismo y las alteridades radicales. Cuestiones que las curadoras de la exposición ya empezaron a abordar antes y durante el confinamiento, en un intercambio de cartas que derivó luego en la publicación del libro Fils: Cartes sobre el confinament, la vigilància i l’anormalitat, editado por Arcadia a finales de 2020.
En la conversación que sigue a continuación, hablamos con Ingrid Guardiola (realizadora, productora, ensayista y directora del Bòlit de Girona desde 2021) sobre monstruosidades, feminismo(s) y la importancia de la «territorialización de la cultura», en un viaje imaginado entre épocas y culturas diferentes, entre obras de arte, libros y películas que tienen en común el deseo, la visión o la reivindicación de un cuerpo poroso –o, como escribe Cixous, «el lanzamiento de un nuevo sujeto, vivo, con des-familiarización».
CAROLINA CIUTI: La exposición colectiva Mi cuerpo conoce cantos inauditos, la carne dice ver, soy carne espaciosa que canta explora la relación entre género, anormalidad y cuerpo. Hoy en día, ¿qué son la ‘normalidad’ y la ‘monstruosidad’? ¿Quién decide cuales son los cuerpos que habitan dentro y fuera de las normas?
INGRID GUARDIOLA: Una de las posibles respuestas a esta pregunta se encuentra en la obra cinematográfica The House is Black / Khaneh siah ast (1962) de la poeta y directora de cine iraní Forugh Farrokhzad (Teherán, 1934-1967). El vídeo –que concluye el recorrido expositivo en la sede del Bòlit_PouRodò–, relata de forma poética la vida en una colonia de leprosos y es una pieza que aún nos cuesta de ver, de mirar. Que todavía existan cosas que nos cuestan de mirar da prueba de la existencia y de la realidad de un canon estético que es menos permeable de lo que querríamos. Por eso existe la idea de lo ‘normal’ y de lo ‘anormal’.
Aunque vivimos en un momento en que se pide mucha tolerancia, respeto e integración de lo que no responde a las normas, seguimos apremiados por ciertos cánones que definen nuestra percepción estética del mundo y de los cuerpos. Aún nos cuesta mirar a un cuerpo enfermo, que se escapa a las formas convencionales: podemos entender que un cuerpo estándar está formado por una cabeza, dos brazos y dos piernas, pero no somos capaces de aceptar el cuerpo de alguien a quien le falte la nariz, o que tenga la piel destrozada, un cuerpo que supura, que muta…No estamos acostumbrados a la diferencia.
El monstruo es el otro, siempre. No podemos perder de vista la idea de alteridad, no es un elemento superado ni desde la práctica social, ni desde la economía, ni desde la filosofía. El monstruo es una convención política, social y económica para desactivar a una parte de la población, para desprestigiar, controlar, marginar, explotar, cancelar o matar a todos aquellos cuerpos que no nos convienen. Como se pone de manifiesto en las historias de brujas del siglo XVI contadas por Silvia Federici o en la novela Frankenstein de Mary Shelley– el monstruo responde a la imposibilidad de encajar, y a la idea de desplazamiento con respecto a las convenciones sociales.
La irrupción de una modernidad de raíz industrial en el siglo XIX –con la construcción de las grandes ciudades, la urbanización y el desarrollo de la industria– hace que la comunidad se rompa y que se instaure el modelo de sociedad, sin duda más abstracto pero también más funcional. Si bien las comunidades estaban más acostumbradas al otro y a las diferencias, en los entornos urbanizados y regidos por la lógica económica no queda tiempo para prestar atención a estas diversidades y se celebra el cuerpo productivo. Por tanto, se acaban imponiendo unas normas sociales y se descartan todos aquellos cuerpos que no pueden considerarse productivos: los cuerpos enfermos, mutilados, las mujeres estériles, etc. etc.
Pero a finales del siglo XIX, en este mismo contexto que celebra el mito del progreso, el monstruo se empieza también a romantizar. En el momento en que se impone la razón y una racionalización de la vida mucho más evidente (con los nuevos medios de transporte, de representación y de fotografía) hay una parte de la cultura que reivindica lo misterioso, lo esotérico, celebrando todas aquellas figuras que se salen de la maquinaria de las grandes ciudades y del modelo económico dominante. Hasta llegar a la contemporaneidad, una época en que hay mucho consenso en torno a las diferencias y a las alteridades, pero también mucha dificultad para convivir y relacionarse con ellas. Somos más tolerantes y a la vez más impermeables al otro, viviendo en contextos-burbuja globales.
CC: ¿Y la ‘monstrua’, entonces, quién es?
IG: El monstruo tiene una connotación de género muy clara, por lo que con Marta Segarra decidimos jugar con esta palabra y hablar de la ‘monstrua’, siguiendo el legado de cierta filosofía que afirma que las transformaciones lingüísticas son también transformaciones de carácter filosófico e implican un pequeño cambio en el mundo que denotan. Entonces, hablar de la monstrua con esta pequeña falta de ortografía, es afirmar que el monstruo está sexado. Hay una larga historia de la monstruosidad que está protagonizada por las mujeres. Desde la mitología greco-romana, pasando por las mujeres de la Biblia, las brujas post-medievales, las del primer arte moderno, hasta llegar a las Pussy Riot. Hay una sexualización de la monstrua muy evidente: se hace relato.
CC: ¿Crees que con el tiempo se han ido definiendo unos cánones de monstruosidad? ¿Piensas que ciertos grupos hayan asimilado o reivindicado la monstruosidad como algo propio?
En una coyuntura histórica caracterizada por el mito de la abundancia de las imágenes y por el espectáculo, ¿qué papel crees que juegan las redes sociales frente a los cuerpos diversos?
IG: La escritora británica Sara Ahmed habla de ‘feministas aguafiestas’, reivindicando aquellas mujeres que se niegan a incorporar los patrones de una cierta presencia social (buena cara y buenos modales). En cambio, en su análisis del siglo XVI, Silvia Federici introduce la figura de la ‘regañona’ para hacer referencia a aquellas mujeres que se enfrentaban a sus maridos y por ello eran acusadas de tener mal carácter. Esto ya es desmontar un poco el tópico, hacer algo de contraplano a lo que se espera de la conducta social normativa.
Las nuevas herramientas digitales y plataformas sociales que se basan en la apariencia–como por ejemplo Instagram o TikTok–, proporcionan una tecnología de nicho que permite crear especies de micro-comunidades. Por ejemplo, en TikTok recientemente ha ido emergiendo todo un movimiento crip de dignificación de los cuerpos anormales. Al mismo tiempo, mucha cultura mainstream los ha querido estetizar: pienso, por ejemplo, en Lady Gaga, que viste trozos de carne emulando a aquella ‘mujer cyborg’ de que habla también Donna Haraway, o en la hija de Verónica Forqué, María, conocida en las redes sociales como Virgen María, que se trasviste de alienígena. Esta especie de desfile freak, tiene mucho que ver con los freak show del siglo XIX, donde todo aquello que era raro y diferente se exponía públicamente y se espectacularizaba – como en la película Freaks (1932) de Tod Browning. El espectáculo siempre ha integrado estos cuerpos (basta con pensar en la figura del bufón de la corte y de aquellos seres diferentes que describe Pilar Pedraza), pero esto no significa que los haya empoderado. Y es un poco lo que pasa con las plataformas digitales actuales: si por un lado proporcionan un espacio para la manifestación de estos cuerpos, por el otro los instrumentalizan siguiendo las lógicas del mercado.
Conocemos tan bien las convenciones sociales existentes que las emulamos, pero no las practicamos. Vivimos en una época en donde hay una distancia muy grande entre lo que decimos y lo que hacemos. Un buen ejemplo de esto son nuestras comunidades estancas, donde seguimos protegiéndonos de los otros, de todo aquello que es diferente y que, por su diferencia, no nos conviene reconocer.
En este sentido, analizar la figura del monstruo es interesante ya que, a través de un ejercicio de ingeniería inversa, nos permite individuar cuales son las convenciones sociales actuales. Hoy en día, los monstruos son Harvey Weinstein y todos los grandes abusadores condenados a partir del movimiento #MeToo; pero también hay monstruos contemporáneos cuyo gesto es menos evidente y por eso más difícil de juzgar según la moral de la época: pienso por ejemplo en Mark Zuckerberg.
En estos casos, las redes sociales se convierten a menudo en una plaza pública de linchamento mediático, proceso que considero bastante problemático. Está muy bien enfadarse, la denuncia y la reivindicación son fundamentales, pero para desmontar la casa del amo no se pueden utilizar las mismas herramientas del amo. Estoy más a favor de un sistema de penalización real, de unas leyes que protejan a las personas de cualquier forma de abuso, y por tanto de unas universidades que tomen responsabilidad directa cuando un profesor ha sido abusador –para hacer referencia a casos muy recientes. El linchamento público es una arma de doble filo que tiene mucho que ver con la cultura de la cancelación y que a menudo puede llegar a generar otras formas de machismo.
Hay otra versión de ‘la monstrua’ en la exposición, aquella pensada y creada por mujeres que han encontrado en la diferencia la posibilidad de erigir una vida interior y una voz propia, tal como ya anuncia Hélène Cixous con La risa de la Medusa: ensayos sobre la escritura en 1975. Por un lado está ‘la monstrua’ creada por el patriarcado para apartar, lastimar o matar a esa ‘otra’ y, en segundo lugar, está la ‘monstrua’ liberadora.
CC: ¿Cuáles fueron los referentes teóricos, literarios e imaginativos para concebir esta exposición?
IG: He intentado recoger a todas las mujeres que contribuyeron a crear la base teórica para la exposición en el texto La Monstrua que se encuentra al principio del recorrido expositivo [y que también se puede leer aquí]: Hélène Cixous, Rosi Braidotti, Donna Haraway, Clarice Lispector, Begoña Méndez, Frida Kahlo, Silvia Federici, Julia Ducournau, Diane Arbus, Virginie Despentes, Dorothea Taning, las Pussy Riots, Mary Shelley…Pero, sobre todo, Hélène Cixous.
Todo empieza cuando Mireia Trias (que, junto con Maria Isern, presenta en la exposición el vídeo sobre el cuerpo anoréxico Del peix l’espina) nos compartió que quería hacer una investigación sobre la representación del monstruo en el cine de terror dirigido por mujeres. Consideraba que, en la mirada de esas directoras, el monstruo no era algo que se tenía que erradicar, machacar y anular de la comunidad, sino algo que, al revés, generaba nuevas posibilidades dentro de la comunidad misma. Luego me vino a la cabeza Hélène Cixous con su libro La risa de la Medusa y resulta que Marta Segarra estaba editando su obra completa. Después apareció Begoña Méndez con Autocienciaficción para el fin de la especie y Rosi Braidotti con su último texto Feminismo posthumano…y así empezamos a investigar.
CC: Todas esas voces juntas parecen construir un coro, una cartografía constituida por miradas diferentes alrededor de la idea de ‘coexistencia’.
IG: ¡Exacto! Y cuando se habla de ‘coexistencia’ hay que tener en cuenta varias cosas: por un lado, la reivindicación del cuerpo matérico, poroso y mutante, frente a la máquina semiótica de los mundos virtuales, en donde el ‘yo’ corresponde a una identidad muy puntual, efímera, muy a la carta, muy visual; por otro lado, la exploración de la identidad, donde lo que se prioriza no es tanto la pregunta «¿Quién soy yo?», sino «¿Qué devengo?». En este ‘¿qué?’ está el tema de la coexistencia con otras identidades que no son necesariamente humanas. Y es a partir de aquí que se justifica el trabajo de Marina Núñez, con sus composiciones fractales en el vídeo Inmersión (2019), o el de Laia Estruch con proyecto multidisciplinar Pájaros perdidos (2022-2023) sobre el mundo animal.
En La risa de la medusa, Hélène Cixous habla de la relación entre la mujer y la escritura y explica que, cuando una mujer se pregunta por quién es, a menudo se le manifiesta por dentro un coro de voces, esta idea de ser muchas y de estar poseída. Cixous sigue diciendo que los hombres lo considerarían una amenaza porque, frente a esa coralidad, se pondrían en un lugar de pasividad muy extraña y casi cercana a la muerte.
Otra de las tesis de la exposición se ve reflejada en la obra x,y,z Volumetric Regimes (2023) de Possible Bodies (Jara Rocha y Femke Snelting), donde se habla del cuerpo unitario cerrado y precintado como ficción tecnopolítica principalmente masculina. Es un miedo a la penetración o a la compenetración, y por tanto también a la idea de convivencia y de compartir un espacio. En general, hay mucho miedo al contagio, pero la convivencia y la coexistencia pasan exactamente por dejarse contagiar. Y no por confinarnos o confinar.
CC: Además, la propia etimología latina de la palabra ‘contagiar’ remite a esta idea. Sus componentes léxicos son el prefijo ‘con-’ y la palabra tangere, ‘tocar’, ‘palpar’.
Acabamos de salir de una larga época confinada, pero el confinamiento de los cuerpos siempre ha existido y no siempre le hemos dado mucha importancia.
IG: Para hablar de esto deberíamos citar a Michel Foucault y hablar del desarrollo de la sociedad moderna. En el momento en que somos muchos habitando la ciudad, empezamos a segregar aquellos cuerpos que no nos convienen desde la clínica, como por ejemplo en los sanatorios, en los centros de día (aunque es algo bueno, pero presenta esta idea de segregación), en los hospitales… Y esto también lo explica muy claramente Marta Segarra, cuando habla de esos contextos y tecnologías en donde el host es también hostil, a la vez acogedor y violento. Como recuerda Jacques Derrida hablando de los hospitales, las grandes instituciones del cuidado siempre han sido sitios de segregación, hostiles y hospitalarios a la vez.Toda la historia del siglo XX se podría resumir a través de la existencia de múltiples espacios de confinamiento laboral, psiquiátrico, médico, educativo o penal.
La sede del Bòlit_LaRambla acoge ahora la exposición de Mireia Sellarès Historia potencial de Francesc Tosquelles, Cataluña y el miedo, que ofrece un buen contraplano a toda esta cuestión: las instituciones no tendrían que basarse en esa idea disfuncional de aislamiento, confinamiento o extirpación. Deberíamos responder con responsabilidad social a las diferencias y salir de la segregación.
CC: Vienes del mundo de Humanidades y eres realizadora, productora y ensayista cultural. ¿Cómo confluyen todos estos perfiles en tu forma de curar y acompañar las exposiciones? ¿Cómo entiendes la curaduría, cuando actúas comisaría?
IG: Siempre he trabajado entendiendo la exposición como una investigación, como una búsqueda coral y como un diálogo en tiempo real. No me gusta pedirles cosas muy nuevas y originales a los artistas, sino más bien hacerles partícipes del contexto general de la exposición. En este sentido, entiendo la exposición como una especie de cuerpo vivo y orgánico que se va actualizando de forma conjunta, como un ensayo. La forma ensayo es muy importante, porqué te libera de la presión de cumplir con unos objetivos: se trata de una búsqueda y por tanto la forma final siempre será la adecuada, sea la que sea. Como comisaria siempre velaré para llegar a una buena forma, pero sin ningún tipo de presión: no quiero que se pierda nunca ese componente ensayístico y de investigación.
Después, la transdisciplinariedad también es muy importante y el esfuerzo por abrir a espectros de voces diferentes que puedan acompañar a las distintas exposiciones. ¡Y en la exposición que tenemos ahora esto pasa mucho! Hélène Cixous misma no es artista, sino escritora dramaturga y filósofa.
Me encanta cuando la exposición funciona como un cuerpo orgánico y vivo, prescindiendo de la idea de novedad o de autor único… Quiero pensar en el Bòlit como en una institución que no sea solo un espacio de promoción; y es por ello que ponemos mucho énfasis en el programa de mediación y en todas las actividades que nos permiten extender el cuerpo de las exposiciones.
CC: En distinta medida, las instituciones culturales tienen el poder de legitimar o resaltar relatos y voces a veces invisibilizadas. Sin embargo, a menudo asistimos a la apropiación, asimilación y banalización de determinadas luchas por parte de las mismas instituciones, en respuesta a una moda. Diriges el Bòlit desde hace dos años: ¿cómo te posiciones frente a este debate?
IG: En el marco de esta última exposición, tuvimos un dilema sobre el tema racial, porque el monstruo es en realidad una bestia racializada. Intentamos así llegar a artistas racializados que abordaran la temática de la exposición de esa manera, pero no lo logramos. Y con Marta Segarra nos vimos incapaces de forzar la máquina solo por tener una cuota: nos pareció bien que esta imposibilidad también quedara reflejada en la muestra.
Anoche me divertí a chatear con el Chat GTP para que me dijera cuáles eran las próximas exposiciones que debía hacer en el Bòlit, entendiendo que tuvieran un cierto éxito, y me recomendó enfocarme en temas de género, sostenibilidad y tecnología –que, en realidad, es lo que ya estamos haciendo. Hay unas cuestiones, unas urgencias, unas inquietudes que definen nuestra época y la máquina lo sabe y lo indica: no hay secretismo en esto. El mercado instrumentaliza, y las instituciones acaban instrumentalizando.
Sin embargo, pienso que las exposiciones no deberían funcionar como un mausoleo, sino como puntos de partida para que después pasen muchas cosas a su alrededor; si siempre fuera así, no se correría el riesgo de instrumentalizar ciertos temas. Hay que poner el enfoque en como las instituciones trabajan determinadas temáticas, involucrando a las comunidades cercanas y al territorio: ahí está la clave para decir si una institución instrumentaliza, o si al revés acompaña y facilita. Cada vez hay más instituciones facilitadoras, pero para mí la clave está en no perder editorial, rigor, discurso. Nosotros estamos a pie de calle, pero con un discurso.
CC: Después de más de veinte años viviendo en Barcelona, has dejado la ciudad y vives ahora en el municipio de Salt.
En los últimos años, y sobre todo después de la pandemia, muchas personas se han reubicado fuera de las grandes ciudades por razones relacionadas con el coste de la vida, el trabajo, la calidad de las relaciones, así como del aire y de la comida. En el mundo del arte también se habla mucho del valor de la descentralización. ¿Cómo debería repensarse la ciudad y su relación con la periferia? ¿Qué rol pueden tener el arte y la cultura en este debate?
IG: Estar en el territorio es una de las cosas que más disfruto y de las más complicadas. Estar en el territorio significa que hay cosas que sólo pasan en ese lugar y, después de vivir veintidós años en Barcelona donde el discurso de la cultura es mucho más abstracto, lo encuentro increíblemente emocionante. Aquí, puedes relacionarte de manera mucho más inmediata con las diferentes entidades y equipamientos de la ciudad y de la provincia, y llegar a un conocimiento del territorio más profundo, más poético y experiencial, menos esnob. Vivir en un contexto como este te permite una mirada muy transversal.
El Bòlit forma parte de la Red de Centros de Arte Visuales de Cataluña, con que comparte muchos proyectos, además de partir de una misma subvención. Pero, si todo lo centramos a nivel de Red, corremos el riesgo de perder nuestra identidad. La gracia es que cada centro tenga su especificidad y un anclaje muy claro y notable en el territorio que lo acoge. Para los modelos franquicia ya existen los grandes museos nacionales o los grandes centros de cultura; a nosotros, en cambio, nos toca reivindicar una dimensión mas social, material y ecológica.
Cada cosa que hacemos esta permeada por estas reflexiones: desde un punto de vista temático, de las entidades con las que colaboramos (Art & Gavarres, Espai nyamnyam, ARBAR-Centre d’Art i Cultura, Cultural Rizoma, para mencionar algunas), de las relaciones que entretejemos con la comunidad y el territorio. Todo pasa por aquí, nada se queda en el discurso: todo tiene un aterrizaje y el territorio es materia de expresión única. Trabajamos en este nivel de detalles, incorporando los accidentes, la fisionomía y la geografía del lugar. Y esto en Barcelona no se da; no se dio en los diecisiete años que colaboré con el CCCB, ni lo necesité en ese momento. Pero ahora, después de haber marchado de la gran ciudad, de haber sido madre, y de haber empezado a dirigir el Bòlit, me parece que la idea de reterritorializar la cultura sea imprescindible, y la defenderé muchísimo.
CC: Por último, ¿nos recomiendas unos libros y unas películas imprescindibles para profundizar en algunas de las temáticas que hemos tratado en esta conversación?
Seguramente os invitaría a leer La risa de la medusa (1995) de Hélène Cixous –autora que cualquier persona que esté interesada en temas de feminismo debería recuperar–, Calibán y la Bruja (2004) de Silvia Federici y Feminismo posthumano (2022) de Rosi Braidotti.
Y con respecto a las películas, diría Titane (2021) de Julia Ducournau, La donna scimmia (1964) de Marco Ferreri y Under The Skin (2013) de Jonathan Glazer protagonizada por Scarlett Johansson.
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Ingrid Guardiola (Girona, 1980) es doctora en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra, profesora de la Universidad de Girona, ensayista, realizadora audiovisual e investigadora cultural. Desde mayo de 2021, es la directora del Bòlit – Centre d’Art Contemporani de Girona. Su trabajo indaga en las relaciones socioculturales que se establecen entre la cultura, la tecnología y la sociedad, e incide en cuestiones como la desigualdad o el género. En gestión y producción cultural ha realizado contenidos y coordinado proyectos en el CCCB (2002-2020), en el MINIPUT —Muestra de Televisión de Calidad— (2002-2018), en el Mercado Audiovisual de Cataluña (2005-2006) y el Primavera Sound (PrimaveraPro on Screen, primera edición, 2016). Forma parte del comité ejecutivo del Consejo de la Cultura del Ayuntamiento de Barcelona (2016-2021) y del Patronato de Hangar (desde 2020), y actualmente también colabora con el MINIPUT, el Cine Truffaut y el Teatre Lliure. Ha cocomisariado o participado en las exposiciones Radiomensió (El Prat de Llobregat 2009), La dimensió poc coneguda: Pioneres del cinema (Museo del Cine, 2014), Terralab (desde 2016 hasta 2018, MUME, Museu de l’Empordà). En 2017 estrenó su primer largometraje documental, Casa de ningú (Boogaloo Films, Open Society Foundations, CCCB). En 2018 publicó su primer ensayo, L’ull i la navalla: un assaig sobre el món com a interfície (Premi Crítica Serra d’Or de ensayo), y también ha publicado su segundo ensayo escrito con Marta Segarra: Fils, un assaig sobre el confinament, la vigilància i l’anormalitat (Arcàdia, 2020).
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