exibart.es entrevista: Tomás Saraceno y sus arquitecturas que sacuden normas
Entrevistas
La llegada de la nueva instalación de Tomás Saraceno (Tucumán, Argentina, 1973) a la Torre Glòries, situada en el barrio de Poblenou en Barcelona, ha generado una variedad disonante de interés, fascinación y escrutinio en la última semana. Dadas sus intenciones que intentan balancear lo democrático y lo capitalista, nos encontramos ante otro caso de arte público que ha provocado especulación y clamor. Recuerda estrechamente a Tilted Arc (1981) de Richard Serra; otro encargo site-specific que también se desafió de las relacionalidades normativas que siempre había permitido la plaza pública neoyorquina donde se encuentra la pieza ya que se incidió en el flujo regular del paso.
En este caso, la ‘plaza’ en la cual incidió Saraceno se encuentra suspendida en el cielo a unos 130 metros de altura y albergada por uno de los edificios más polémicos de la ciudad de Barcelona. A pesar del anunciado sobre el proyecto, no se trata de una intervención accesible para todas las audiencias ya que consiste en una serie de vainas, o ‘gotas’, dentro los cuales hay libros que algunos miembros del público pueden consultar mientas disfrutan de las vistas asombrosas de la ciudad. Por lo tanto, es también una especie de «biblioteca pública, bueno, casi pública. ¡Semi pública!», según Saraceno que acepta la contradicción. «Al llamarlo con un nombre que no es, tal vez, inspiras un cambio». Por eso, Cloud Cities Barcelona se encuentra bajo una lente crítica y su autor vino ya preparado para dicho choque.
«No me gusta que las cosas sean fáciles. Por ejemplo, hoy en día todo el mundo quiere saber quién forma parte del board de patrocinio en los museos. También quiere saber de dónde viene la plata y por qué colaboran con sponsors que construyen armas. Me parece que estamos en un momento en la historia sin precedentes en ese aspecto. Hay que preguntar más y hay que ver en qué forma podemos cambiar, crear nuevas relaciones, buscar nuevos lugares y abrir diálogos. Pero eso lo harán ellos. No me comisionaron para hacer de curador de mi propia obra».
Esa reivindicación en favor de la transparencia en el mundo del arte que cuenta con clases socioeconómicas diversas (como cualquier sector cultural) no es ninguna novedad. Parece que Saraceno está acostumbrado. El día antes de la rueda de prensa que tuvo lugar el 17 de mayo de 2022, una figura de la prensa catalana le había desafiado con varios cuestionamientos sobre el sentido de su obra y sus limitaciones de accesibilidad.
«Siempre hay que haber un empuje de los límites. Hay mucha responsabilidad por parte de ustedes periodistas de poder cerrar o abrir horizontes dependiendo de cómo los narren. Por eso hicimos una rueda de prensa diferente; una ronda en que pudimos abiertamente compartir dudas y problemas y quizá tratar de mejorarlos. Lo que me faltó por decir fue que una vez que los inversores hayan recuperado los costes de producción de la obra, podemos empezar a pensar en otras maneras de abrir el espacio. Invirtieron mucho. No fue una obra barata. Unos 34 millones de euros en total creo. Pero, claro, no lo van a recuperar en uno o dos años».
Aunque no parece una promesa, se ve que el autor es consciente de su responsabilidad social y sus implicaciones en el tejido cultural de la ciudad. «El Ajuntament de Barcelona debe estar contento ya que la última planta de la Torre no estaba abierta antes. No la veía nadie y había unos metros cuadrados allí arriba sin usar, sin mostrar. Lo podrían ocupar unos inmigrantes, claro», dice un Saraceno conflictivo.
Durante nuestra conversación, se detectó que Saraceno mismo está dividido y, quizá, levemente frustrado con los límites burocráticos y políticos que restringen el proceso creativo. Se vio sobre todo durante la inusual rueda de prensa, cuya estructura lineal fue interrumpida por un Saraceno emocionado, apasionado y aparentemente agitado. Fue como si se estuviese adelantando a lo que sabía que le esperaba: un fusilamiento en forma de preguntas incisivas sobre las implicaciones de su proyecto en la ciudad magullada por el turismo y el capitalismo, y cuyos inversores a menudo no tienen en cuenta a su vecindario y ciudadanía inmediata.
Pero a pesar del trasfondo sospechoso de la instalación, presenta varios giros de dinámica que sacuden la ortodoxia de una intervención artística en el espacio público. Comenta al respecto: «El espacio público normalmente está en la calle, en las plazas, las vías…¿y por qué no en la verticalidad de la arquitectura puede empezar a haber más espacios abiertos?» Incide en ello mediante el juego, e inspira una sensación de maravilla infantil de poder escalar, trepar, gatear libremente y salir fuera de la zona de confort. Es una sensación casi desconcertante y delirante subir en la estructura. Hay que confiar en la materia y en la estabilidad ideada por los arquitectos que están detrás de su construcción.
Así, el autor propone una instalación —mayoritariamente— participativa que se activa mediante «el juego…pero no uno en que las reglas sean claras. Muchas veces cuando decides jugar, puedes perder, o ganar, o empatar. Hay un riesgo. En el momento en que no hay la posibilidad de fracasar o de perder, en el momento en que dejamos de jugar, dejamos de aprender. ¡El arte nos permite jugar! ¿Por qué no podemos cambiar esas reglas del juego y desafiar o repensar? Aprender a perder es fundamental».
Su actitud afable y jovial se mantiene cuando le preguntamos sobre su relación con el resultado de Cloud Cities Barcelona. «Con la obra estoy muy contento, ¡es buenísima! (Se ríe) Tiene un nivel de complejidad estructural. Tengo una formación y background en la arquitectura y por eso invité a alumnos de varios institutos de arquitectura que están por la ciudad y les di una visita. Tuvieron tantas preguntas sobre cómo lo construimos y cómo lo hicimos posible. Me puso muy contento».
Dicho esto, es consciente de la longevidad del proyecto y está abierto a futuros usos y cambios. «Realmente es una obra no completa. Estoy curioso por cómo van a seguir reaccionando. No me interesa tanto el pasado, es decir cómo se ha creado. Me interesa más lo que puede devenir la obra…cómo se usa y cuándo. Cada vez más se demanda más del artista…de preguntarse más cosas y de ser más consciente». Parece darse cuenta del peso del rol del artista contemporáneo ya que lleva en sus hombros varias toneladas acumuladas de intereses conflictivos, limitaciones, críticas, especulaciones e impedimentos que pueden acabar desviando o completamente descarrilando un proyecto entero.
Pero Saraceno ya tiene presente el futuro y los siguientes horizontes a los cuales quiere llegar. «Ahora estoy trabajando en las criptomonedas. Me gustan porque pueden inspirar otras dinámicas económicas. (Se ríe) ¡Quizá podremos comprar la torre en el futuro! ¡Y así no tendremos que ir pidiendo permiso!» Lo que propone a un nivel de interactividad y participación igualitaria es altamente ambicioso y fácilmente criticable.
Por eso, surge la pregunta: como público, ¿deberíamos poner tanta fe en los artistas para resolver conflictos o ser enteramente políticamente correctos? ¿Es pedir demasiado de ellos el acto de otorgarles tanto poder y confianza? ¿En fiar tanto en sus proyectos dados los mecanismos limitantes y condicionantes que están detrás de la producción de una obra pública y site-specific, por ejemplo? ¿Ponemos demasiado en sus manos sin tener en cuenta los factores externos dominantes? Saraceno y su nuevo público catalán se encuentran en el medio de este debate cáustico.
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