Carta abierta; Una apología de la visibilidad de la comunidad LGBTQ+ en el contexto artístico español
Opinión
En una de las múltiples conversaciones que he tenido con el artista multidisciplinar catalán Agustín Ortiz Herrera (Arroyomolinos, Cáceres, 1970), salió un tema de alta urgencia. Ruge de la boca del autor: ¿dónde están los cuerpos queer? Nos sentamos en el Centre d’Art Santa Mònica (Barcelona) en la ocasión del visionado de su film Gnosi il·luminada que actualmente conforma la muestra La tradició que ens travessa que alberga el mismo centro; un gran gesto que se enfrenta a las problemáticas historicistas que siguen hiriendo cuerpos y culturas disidentes. Fui invitada a participar en un coloquio con el artista después del visionado en el cual hablamos de la presencia de los cuerpos que, por desgracia, se consideran disidentes. Hablamos sobre cómo los cuerpos no normativos no nos sentimos no normatives, sobre la otredad como estrategia tóxica para mantenernos enjaulades, clasificades y patologizades como otres, desobedientes, marginalizades, rares.
Volviendo a la gran pregunta ¿dónde están los cuerpos queer?, ¿qué contextos habitamos?, o mejor estructurado, ¿a qué contextos nos relegan?.
¿Y en el mundo del arte supuestamente contemporáneo y abierto a todes? Nuestra visibilidad aún es escasa a pesar de la terminología expandida que emplean las instituciones del arte contemporáneo. Es muy fácil y demagogo mencionar la teoría queer, escoger una cita de Elizabeth Duval, Paul B. Preciado, Jack Halberstam, Sara Ahmed, Karen Barad o Lauren Berlant, seleccionar a une artista trans* por excelencia y celebrarlo como un gran acto filantrópico que una institución debe cumplir anualmente por ‘compromiso a la causa’. Cabello/Carceller va saltando de centro de arte a centro de arte. Preciado también. El Palomar aparece efímeramente. ¥€$Si PERSE también. Como el vaivén de la niebla, Joan Morey inunda los cubos blancos con sus épicos gestos eclesiásticos sólo de vez en cuando. Carles Congost también.
Aparecemos cuando es conveniente. Para contribuir a la imagen general de una entidad que subsiste de la opinión y participación pública. Pese a esfuerzos dignos y a veces bien intencionados, ¿por qué la falta de consistencia? Tal y como los festivales de orgullo LGBTQAI+ que suceden una vez al año, ¿por qué nos conformamos con tan poca visibilidad?
En inglés, el adjetivo token se refiere al valor simbólico que algo aporta a la reputación representativa de una entidad determinada. Un token gay, por ejemplo, sería una persona cuya identidad sexual ha sido secuestrada y después proyectada en el cubo blanco con tal de mostrar apoyo a la causa LGBTQAI+. Es nada más que ondear una bandera barata y muy asequible. Nosotres sanamos las imágenes de las instituciones. Nuestro ‘sí’, una afirmación de participación tras una petición de parte de dichas instituciones, es un ‘sí’ tentativo y reticente. Naturalmente queremos visibilidad y remuneración; es una necesidad fundamental para todes les agentes creatives y las entidades de poder son muy conscientes de ello.
Es decir, las ofertas que no podremos rechazar son múltiples (para algunes), pero no generosas. Operan sigilosamente. Por eso, nombres como los de Wu Tsang, Juliana Huxtable, Alejandra Ghersi, Ryan Trecartin, Huntrezz Janos, Cassils, micha cárdenas, Vaginal Davis, Wolfgang Tillmans y Ryan McGinley gozan de generosos giros por museos y centros culturales de alto renombre en los Estados Unidos y en otros lugares occidentales. Son token queers. Al exponer sus obras, al contar con su apoyo y alianza, aportamos algo de valor que no se contempla en nuestros presupuestos a la hora de pasar factura: nuestra identidad vulnerabilizada y vendida en panfletos, carteles, banderolas y vinilos.
David Hockney no era un artista queer hasta que ese término empezó a circular por el mundo de las humanidades; un término que cogió protagonismo en el sobriamente llamado Queer British Art 1861–1967 del Tate Modern. Mientras tanto, la obra de le apabullante Jenkin van Zyl — une artista que verdaderamente capta la noción de queer sin pedir disculpas— aún tiene que cruzar las operáticas puertas de hierro del mismo museo. Se trata de une creadore actual, vigorizante, con visiones frescas y discursos actualizados que no sólo encauzan sino que también encarnan la teoría —y la práctica— queer. En otras palabras, no se trataría de asignarle interpretaciones queer a posteriori, como en el caso de Hockney u otros artistas que pueden desprender de cualificaciones forzadas.
Ejercer esta dinámica absurda contribuye a la banalización de los términos; una reapropiación burocrática y sistémica que podría acabar sustanciando a cualquier objeto de valor cultural con la ayuda de citas de autores queer. ¿Cómo podríamos imaginarnos colaboraciones más sostenibles entre cuerpos LGBTQAI+ e instituciones culturales? Más sostenibles, consistentes y sobre todo sinceras. Sí, es nuestra decisión participar o no. Colaborar con determinadas entidades o no. De compartir públicamente nuestras vivencias y trozos de nuestras experiencias y biografías. Pero estos conflictos morales y éticos son compartidos por varias comunidades que tienen que cuestionar el nivel de ironía que hay en exponer sus obras en ciertos lugares o no, de cobrar ciertas cantidades o no, de pronunciar aquel ‘sí’ reticente.
La misma Andrea Fraser admitió —sin explayarse demasiado— la gran contradicción en exponer en el MACBA su obra anti-institucional en la que se burla ácidamente de las dinámicas museísticas. A pesar de la poca justificación, solo mostrando una risa afable en el vídeo-resumen de su retrospectiva L’1% c’est moi (2016), Fraser admite que no puede ser del todo resistente al museo, a pesar de ser la propuesta central de su repertorio entero. No ser fiel a tus principios y objetivos desde una forma de expresión tan transgresora como la del arte, ¿no es un fracaso?
Entonces, ¿estas colaboraciones sostenibles cómo se podrían idear y efectuar? Primero, la ideación tiene que venir de dentro; dentro de las paredes difusas y tenebrosas de las salas de conferencia de los museos. Las personas que necesitamos representación institucional necesitan una seat at the table (‘un asiento en la mesa’, una expresión en inglés para referirse a la necesidad de representación de personas marginalizadas en las mesas en las que se toman decisiones que acaban afectando a las mismas comunidades marginalizadas). Es decir, necesitamos una especie de embajadore o varies representantes que pueden hablar en favor de nuestras comunidades desde sus propias experiencias. Es un sentimiento parecido al que urge la obra I want a president (1992) de Zoe Leonard. Evidencia la imposibilidad de una sola persona representado a una multiplicidad de vivencias y comunidades existentes en un territorio dado. Es un trabajo coral; el trabajo de tomar decisiones consecuentes.
¿Podríamos imaginarnos una dinámica polifónica dentro de los museos? Une portavoz que levante varias problemáticas y que tenga experiencia de primera mano con diversas sensibilidades, por ejemplo. Y no une, sino varies. Quizá es una propuesta de democratización que se adhiere demasiado a las antiguas maneras de gobernar y tomar decisiones institucionales. Los senados en principio funcionan mediante varios representantes que se responsabilizan por las necesidades de su constituency (palabra inglesa que significa distrito electoral pero entendido socialmente y no solo políticamente). Y los senados también son problemáticos. ¿Sería posible la fomentación de un comité compuesto por varies representantes de comunidades racionalizadas, trans*, transfeministas, migrantes, personas con diversidad funcional, personas de distintas clases socioeconómicas? Claro, mediar entre este abanico de realidades es justamente lo que hace que el senado sea difícil de mantener como un modelo eficaz. Pero, ¿si lo intentamos y lo vamos puliendo?
De manera coral, estas decisiones de cómo hacer que los museos, fundaciones y centros de arte sostengan relaciones más sostenibles con una variedad de corporeidades se podrían empezar a tejer. Estas sensibilidades y street smarts (conocimientos cruciales que vienen de la calle) nos hacen sabies. Es información que nos ayuda a mejor valorar propuestas, idear proyectos, ser más inclusives. ¿Por qué no aplicar estas lógicas a las entidades de poder, mediar desde dentro, ayudar a informar, sensibilizar, afinar y pulir el lenguaje, mirar a la periferia, y sobre todo, colaborar con la periferia de manera sensible?
Tener un asiento en la mesa significa tener visibilidad no solo en las paredes blancas y abrasadoras de las instituciones sino tener representación presencial en los patronatos, matronatos, sindicatos, juntas, consejos directivos, en las áreas curatoriales, de diseño, vigilancia de salas, secretariado, comunicación, taquillas, gestión, administración, colecciones, bibliotecas y buzones de atención al público. Planteo una expansión del centro del arte no en el sentido arquitectónico, como en la que el MACBA se embarcó justo hace un año. Planteo una expansión y revisión muy merecida de las plantillas. Becas y ofertas de trabajo organizadas por los gobiernos y ayuntamientos dirigidas a personas LGBTQAI+ (ya las hay, pero son pobres e indicadores de los niveles a los que nos relegan y que quieren que permanezcamos).
Parecido a, pero no igual a la escena final de Viridiana (1961) de Luis Buñuel, planteo una intrusión no bélica y bien mediada de las instituciones entendido como un intento delicado que podría fracasar. Pero, el gesto en sí ya detonaría otros procesos nuevos ideados gracias al intento. No tengo la respuesta singular y afirmativa. Solo planteo una nueva dinámica que desvelará una multiplicidad generosa de respuestas a partir de la participación colectiva y plural. Planteo un giro radical que puede acabar derribando, implosionando y provocando una regeneración fértil y altamente vital para el futuro de nuestro sector frágil.
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