Catalonia in Venice —también llamado coloquialmente el Pavelló Català— es un proyecto que constituye uno de los eventos colaterales de la Biennale di Venezia. Este año, la nave que pertenece al proyecto alberga una de las intervenciones más curiosas de todo el renombrado festival: Llim, a cargo de Lara Fluxà (Palma, 1985) y comisariado por Oriol Fontdevila.
Es destacable gracias a su diálogo íntimo e idiosincrático con el contexto inmediato: la nave industrial, los canales venecianos, el agua del mar, los organismos que conviven en él, y la industria histórica del vidrio veneciano. Son emblemas míticos de la ciudad. Fluxà no los trata con nostalgia ni rinde homenaje a ellos de manera sentimentalista. Opta por una investigación y reflexión, de nuevo, curiosa y extraña que presenta una nueva visión que huye de la categorización.
La artista ha sido altamente reconocida en Barcelona. En 2019, fue galardonada con el premio del mejor proyecto artístico de l’Associació Catalana Crítica d’Art (ACCA) por su proyecto Verni presentada en la Fundació Joan Miró. Durante muchos años, ha trabajado en un colosal estudio compartido con su contemporáneo Paco Chanivet (Sevilla, 1984) en FASE, Espacio de creación y pensamiento ubicado en Hospitalet del Llobregat; territorio en pleno auge creativo que cada vez más cuenta con más compromiso artístico.
No es de extrañar su participación en la Biennale puesto que su recorrido impresionante que se ha ido desarrollando exponencialmente en la ciutat comtal. Sin embargo, esta ubicuidad casi frenética puede producir repeticiones formales y conceptuales, y ciertas redundancias y fetichizaciones por parte de instituciones de arte. Dicho esto la artista visionaria en esta ocasión ha superado las expectativas con Llim, una palabra catalana que se refiere al fenómeno cuando el barro se mezcla con restos orgánicos, generando un ser mutante e igualmente difícil de categorizar.
Por eso impresiona tanto la intervención. No solo por haberse ‘superado’ a sí misma como agente creativa, ni por haber realizado un desvío inusual pero razonable en su trayecto artístico, sino por mezclar una serie de elementos y fenomenologías con tanta elegancia. Llevar a cabo un estudio sobre el agua podría haber acabado en una investigación rígida y literal, y quizá un resultado confrontacional y tautológico. En cambio, lo que ha parido Fluxà excede los abordajes convencionales de la temática sin darles la espalda.
Es una aproximación afectiva, lúdica y casi salvaje. Tan salvaje como el agua que alimenta al proyecto. No olvidemos que la obra es un circuito en el cual hace circular agua del canal ubicado a unos metros del pabellón a través de las bombas de agua, diversos tubos y vasijas que conforman la exposición. Es un ser vivo, un huésped temporal que no busca fomentar cambios ni incisos sino formar parte de los que ya engendran los procesos naturales del mar y los canales.
Así, la intervención evita intervenir. Se desplaza. La preocupación por el bienestar del agua es compartida tanto por la artista como por el antiguo Ministerio del Agua (Magistrato delle acque). Pero Fluxà tampoco tiene la intención de filtrar el agua. Simplemente evidencia o enfatiza su estado actual. A lo largo de los primeros días de la exposición, en los tanques y órganos por los cuales pasa el agua, se perciben cambios de claridad, viscosidad, opacidad y calidad. Verdes, negros, azules, grises articulan un viaje hipnótico por el fenómeno más emblemático de Venecia. Parecido al proyecto de Marcel·lí Antúnez Roca (Moià, 1959) Agar que colabora con bacterias anaeróbicas que se van expandiendo con el tiempo, la artista mallorquina deja estar.
A un nivel formal, la artista realiza traducciones líquidas de materiales cuyos ecos y semejanzas se hacen aún más presentes gracias a la aportación de Fluxà. El vidrio es un líquido, y como en todas las producciones de la artista, ese hecho se hace maravillosamente aparente. El vidrio baila, contorsiona y tuerce tal y como haría cualquier organismo líquido. Demuestra el gran respeto que tiene Fluxà por el material; un amor y fervor tierno por él. Es como si la alquimia fuese interpretada por una niña que lleva el campo de estudio hacia el más allá con su supuesta ingenuidad, consciente de su potencialidad mágica y su maleabilidad infinita.
Claramente no se podría acusar a la artista de ser infantil en su investigación y plasmación, al contrario; estamos delante de una producción fluxiana típicamente sofisticada e indicativa de su talento no ortodoxo. Pero cabe señalar que ha llegado a nuevas cotas: el espectador navega por el espacio fluyendo de manera dialéctica con los organismos presentes. No es un laboratorio, ni una muestra quirúrgica, aunque pueda parecerlo. Es más bien una extensión del fenómeno que es Venecia. Urge una coexistencia de manera lírica y no histriónica. Celebra más que advierte. Fascina más que consterna.
Entre la finura sobria de la realización delicada de las vasijas y recipientes, y la composición desvergonzadamente asimétrica y juguetona, nos encontramos ante un ejemplo ambicioso que rivaliza —pacíficamente— con las otras apabullantes aportaciones de este año. Demuestra que Catalunya, Mallorca y España son albergues de una red extensa de voces y perspectivas singulares. Fluxà, con un apellido que dialoga preciosamente con su material de elección, contribuye generosamente a ese tejido.
Su wunderkammer es más vivo que un wunderkammer dada su interacción abrazadora con los elementos vivos. No domestifica ni codifica la fenomenología inusual que es nativa de Venecia. No invadir y taxonomizar es un posicionamiento que señala a las nuevas prácticas y pensamientos posthumanos que han inundado esta edición de la Biennale. Pero es la ternura a la Jacques Tati lo que hace que esta propuesta en concreto sobresalga.
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